El Bordado en Lorca
El bordado en oro y sedas de la tradición erudita española ha dado fama a Lorca desde que hace ya más de 150 años se incorporó como peculiar técnica decorativa en las vestimentas e insignias de los grupos que participaban en los desfiles bíblico-pasionales. Se trata de obras que han sido reconocidas por sus excepcionales valores técnicos y estéticos que adquieren verdadero sentido durante la procesión, proporcionado colorido, brillo, atractivo estético y plasticidad a una puesta en escena ciertamente fascinante. Los bordados son fruto de un trabajo colectivo especializado en el que intervienen los directores artísticos, autores de los diseños y responsables de la dirección de las obras, y las bordadoras, sobre las que recae el esmerado proceso de ejecución, una labor a la que se entregan con particular pasión.
Aunque, como se ha señalado, el bordado lorquino adquiere carta de naturaleza en el siglo XIX como destacado elemento del Cortejo procesional, su historia en nuestra ciudad arranca centurias atrás, con los artífices que nos legaron con sus obras y enseñanzas los fundamentos en los que se asienta esta tradición.
Lorca fue en el quinientos un importante centro del arte del bordado, como atestiguan los documentos y las prendas suntuarias que se han conservado. En el desarrollo de esta práctica de bordado culto o erudito, fue determinante la llegada a nuestra ciudad en el siglo XVI de cualificados brosladores procedentes de Andalucía, entre los que sobresalió Alonso Cerezo, natural de Baeza (Jaén), establecido aquí rebasada la mitad de la centuria ante las posibilidades de trabajo que ofrecía la nueva colegial de San Patricio extendiendo también su quehacer a otros centros e instituciones importantes, como la catedral de Murcia y la diócesis de Orihuela. La importancia de Andalucía oriental ya se había puesto de relieve con anterioridad, como revela la ejecución por Juan de la Rosa, bordador de Jaén, de unos ornamentos litúrgicos para la parroquia de San Mateo de Lorca, en 1493. De la continuada y más significativa influencia granadina, de donde procederán muchas de las obras de escultura, retablística, pintura y artes decorativas llegadas a la ciudad, es buen ejemplo el encargo que hizo el concejo lorquino del pendón de la ciudad al bordador granadino Diego López de Cariga en 1545.
El bordado erudito estaba destinado básicamente a la confección de prendas religiosas para el culto y la liturgia, como casullas, dalmáticas, capas pluviales, paños de altar, colgaduras, etc., que eran demandadas por las instituciones eclesiásticas. Las hechuras se elaboraban con tejidos ricos, como terciopelo y sedas, la materia textil más apropiada por sus cualidades expresivas, resistencia, facilidad de tinte y agradable tacto. Sobre los tejidos se aplicaban labores bordadas en metales nobles, principalmente oro y la plata, a veces combinados con la seda. En este periodo los motivos decorativos solían ser de carácter clásico, de pleno renacimiento, con composiciones verticales a candelieri, grutescos y otros adornos vegetales que se distribuían por cenefas y tarjetones de faldones y bocamangas. También exhibían bordados de imaginería en oro y sedas matizadas, predominando figuras de santos y apóstoles y otras representaciones marianas y evangélicas.
Entre las piezas realizadas para Lorca por Alonso Cerezo merecieron notoriedad el gran dosel para el cortejo de Corpus en 1569 y la bella dalmática para la iglesia mayor de Santa María (1574), ejemplos ambos de la excelente técnica y calidad compositiva que distinguieron el trabajo de este célebre artista. A su muerte, ocurrida en 1575, continuaron en esta labor otros bordadores, muchos de ellos procedentes de Murcia, como Diego Díaz, Villalobos, García Paredes o Ávila, que mantuvieron el oficio y la tradición con obras de interés aunque de menor enjundia artística. Aunque en las centurias siguientes la actividad prosiguió con encargos destinados a iglesias e instituciones religiosas, avanzado el XVIII se observan indicios que presumen su decadencia, declive al que contribuyó la competencia de tejidos cada vez más ricos y, principalmente, los procesos desamortizadores que se extendieron en el siglo XIX, con la supresión de conventos que hicieron que esta tradición artísticas quedara en gran modo interrumpida.
No fue, pues, hasta mediados del ochocientos cuando el bordado vuelva a adquirir en Lorca renovado ímpetu, un hecho que estuvo relacionado con el modelo procesional surgido entonces. En el origen de este nuevo tipo de desfile hay que tener en cuenta el efecto del proceso desamortizador de Medizábal que acabó con las actividades y propiedades de las órdenes religiosas y asociaciones religiosas ubicadas en Lorca. De hecho, al reactivarse los desfiles y carecer de las imágenes precisas para representar un ciclo completo de la Pasión, se optó por un modelo provisional que consistió en escenificar la Vida, Pasión y Muerte de Jesús mediante figurantes que personificaban estos pasajes marchando a pie por las calles de la ciudad. No fue este modelo un fenómeno exclusivamente lorquino, y también se desarrolló en otros lugares, manteniéndose en la actualidad en localidades como Puente Genil (Córdoba). La provisionalidad de este Cortejo terminaría por cristalizar en un modelo procesional original y diferente, con sus propios rasgos, que se consolidó tras el sesenio revolucionario, cuando dos agrupaciones, hoy conocidas como Paso Blanco y Paso Azul, comenzaron a incluir figurantes y grupos a pie para escenificar pasajes del antiguo y nuevo testamento. En efecto, en los primeros años se representaban episodios extraídos del Nuevo Testamento, mas una década después, en una etapa de auge, a estos pasajes de la Pasión –Entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, La Calle de la Amargura, etc.– se añadieron iconografías del Antiguo Testamento y personajes históricos que confirieron al desfile unos particulares caracteres. A esta singularidad del desfile iba a contribuir cada vez con más intensidad el bordado, complemento decorativo que se hará presente como valioso elemento ornamental de trajes y enseñas, dando brillo y mayor realce a la representación.
Entre las circunstancias históricas y sociales que coadyuvaron a la recuperación del bordado hay que tener presente que la mujer lorquina había mantenido la tradición del bordado popular con sus cotidianas labores de aguja para confeccionar los ajuares domésticos, enseñanza que se había transmitido de madres a hijas generación tras generación. Por su parte, señoras de la clase alta de la sociedad lorquina y algunas comunidades religiosas femeninas –Mercedarias, Clarisas,…– habían seguido realizando artísticos y lujosos bordados en oro y plata destinados al exorno de las imágenes de devoción u objetos ceremoniales, como vestidos, paños de altar, estandartes, etc. También jugaron un papel importante los directores artísticos, hombres con formación académica, por lo general pertenecientes a la burguesía local –Rebollo Zamora, los hermanos Barberán Rodrigo, etc.–, con amplios conocimientos en disciplinas artísticas que iban a contribuir al desarrollo de esta técnica al incorporar en las indumentarias e insignias que llevaban los figurantes originales labores bordadas en oro y seda que desde muy pronto fueron admiradas por su fantasía, originalidad y atractivo estético.
Dicho esto, conviene señalar que la parte artística de la procesión, por lo que al bordado se refiere, no nació con el propio desfile. El hecho religioso escenificado por los grupos en la procesión, por muy original que fuere, no precisaba de materiales suntuosos y complicados repertorios decorativos y, en un primer momento, el vestuario era bastante sencillo y se ajustaba al tradicional modo de representación de los desfiles de la Semana Santa. Así, las túnicas de mayordomos y nazarenos no iban bordadas, y se sometían a las normas que prescribían que éstas debían ser modestas, de ínfima calidad, como hábitos de penitentes. Sin embargo, la competencia de los dos Pasos principales por lograr una puesta en escena más lujosa de sus grupos procesionales llevó a un cambio significativo en este apartado, que afectaría tanto a la materia utilizada como soporte textil, con el empleo de terciopelos y sedas, como a la técnica decorativa, básicamente el bordado en hilo de oro y plata.
Tras este primer periodo, que podemos denominar embrionario, se aplicaron adornos a base de labores de pasamanería, como borlas, cordones, flecos, y materiales ricos, como el bordado en realce en oro y la plata, a veces combinado con piedras y lentejuelas. Gradualmente las superficies de las telas comenzaron a llevar trabajos bordados con hilos de seda, entre los que se incluirían sencillos motivos figurativos, si bien todavía de pequeño tamaño, que no eran sino una simple decoración complementaria del bordado principal elaborado en oro y plata. La compleja y exacta confección de los trajes y complementos, así como la incorporación de carrozas y personajes a caballo, pronto reveló la necesidad por conseguir a través de los diseños y la ornamentación el esplendor requerido y el lujo característico de las antiguas civilizaciones que desfilaban en ese cada vez más exuberante Cortejo. De este modo, y como un hito importante de la evolución y desarrollo del bordado lorquino, asistiremos a la aparición de la seda, y con ella el color, como protagonista indiscutible. Este cambio fundamental quedará reflejado en una serie de piezas bordadas en sedas que incluirán representaciones de carácter figurativo, bien imágenes aisladas o escenas historiadas, que iban a rebasar los estrechos límites de los dibujos decorativos que se hacían hasta entonces, creando composiciones más vistosas y de mayor valía desde el punto de vista artístico. Dentro del empleo de este material se impondrá la técnica del bordado en seda matizada y el llamado punto corto para la elaboración de estandartes, banderas, mantos de imágenes, aunque para las vestimentas y demás complementos del desfile se seguirán utilizando los ricos metales, si bien ahora en combinación con las sedas.
La llamada época clásica o "edad de oro" del bordado lorquino se extiende desde finales del siglo XIX hasta la guerra civil, un periodo de espléndidas realizaciones que se corresponde con la actividad al frente de la dirección de los Pasos de Antonio Felices López, su hijo Emilio Felices Barnés, Luis Rossignolli, José Canovas, Luis Tornero y Francisco Cayuela, por citar a algunos de los más destacados.
Fueron sobre todo Emilio Felices y Francisco Cayuela los artistas más célebres y a los que debemos los importantes conjuntos que se realizaron entonces, entre los que se encontraban los nuevos y renovados grupos del desfile y los magníficos bordados destinados al adorno de las imágenes titulares, obras de referencia, hoy tenidas como clásicas, que dejarán establecidos los estándares y modelos visuales que desde ese instante serán propios y caracterizarán al bordado lorquino.
Indudablemente, por su valor emocional y simbólico, son los suntuosos conjuntos de las Vírgenes titulares de las cofradías las obras más lucidas del bordado religioso y a las que se iban a dedicar los mayores recursos y esfuerzos. Así, en 1904 Francisco Cayuela confeccionaba el primer bordado en seda destinado a una imagen, el manto de la Virgen de los Dolores, titular del Paso Azul, obra que abrió la puerta a nuevas realizaciones, entre las que se encontraban estandartes y palios, donde lo figurativo adquiere todo el protagonismo al representar, a modo de una pintura, una gran escena historiada de carácter sacro. También realizó Cayuela con la técnica de la seda matizada o de puntos indefinidos, los estandartes de San Juan y La Magdalena, el Ángel velado, admirables asimismo por su excelente nivel artístico y gran atractivo, y El Reflejo, bordado cumbre de esta cofradía en la que el genio artístico de Cayuela se expresó con especial acierto.
Por su parte, el conjunto de bordados realizados para el entorno de la Virgen de la Amargura es otra muestra clara de las altas cotas de calidad logradas por el bordado lorquino en este periodo que hemos venido en llamar clásico. Obras extraordinarias por diseño y técnica fueron el palio, que comenzó a bordarse en 1911, el estandarte de la Oración en el Huerto, también conocido como el Paño de las Flores, pieza magnífica por ejecución y estética, y el grandioso manto de la Virgen de la Amargura que, como las anteriores, reproduce sobre la superficie de la tela una serie de escenas figurativas que destacan por su enorme belleza y fuerza visual. Estas bellas piezas fueron dirigidas por Emilio Felices con la técnica del punto corto o de tapiz.
Tras la guerra civil, con la pérdida de parte del patrimonio artístico de los Pasos, el bordado de los años siguientes se caracterizó por la confección de modestas piezas de diseños sencillos, destinadas en muchos casos a reponer conjuntos que habían sufrido mermas o deterioros en ese triste periodo. En este tiempo merece atención el trabajo de Emiliano Rojo, discípulo de Cayuela, autor del estandarte-guión del Paso Azul. Hubo que esperar a los años 70 para que los desfiles, y con ellos también el bordado, volviera a conocer mayor estima y atención. La nueva realidad de una procesión más espectacular, con carrozas de aspecto monumental que respondían a un planteamiento grandilocuente de la puesta en escena, conllevó la realización de mantos de extensas dimensiones acordes para ser lucidos en ellas. Surgieron entonces, gracias a la iniciativa de diversos directores artísticos, como Muñoz Barberán o Joakín, obras ciertamente innovadoras que agitaron el tradicional panorama del bordado lorquino, poco dado a introducir cambios en sus líneas estéticas.
En resumen. Los bordados de Lorca han atravesado etapas bien diversas, en consonancia con el devenir de los desfiles. Su reconocimiento como parte esencial de esta celebración festiva fue casi inmediato, pues constituía un aditamento decorativo que aportaba lujo y belleza a la procesión. Fue tras un periodo en el que primó la sencillez en el ornamento cuando paulatinamente comenzaron a aplicarse sobre tejidos lujosos, como terciopelo y raso, labores de hilo de oro y plata que dieron lugar a originales obras reconocidas por su arte y fantasía. A principios del siglo XX se iba a imponer la seda como material predominante en la elaboración de las principales piezas, sobre todo con los significativos conjuntos de las Vírgenes que incluirían bordados de imaginería completamente en sedas, obras clásicas que estéticamente y en cuanto a la técnica no han sido igualadas. Estas piezas emblemáticas y de alto valor artístico, realizadas bajo la dirección de Francisco Cayuela y Emilio Felices, marcaron las líneas estilísticas que han servido de referencia para los bordados lorquinos. Aun así, la técnica que con tanta maestría emplearon ambos en la ejecución de los bordados, la seda matizada y el punto corto, no tuvo continuidad y los años que siguieron a su desaparición correspondieron, en líneas generales, con periodos en los que las nuevas creaciones, en circunstancias económicas nada favorables, muy sencillas y bordadas con demasiada premura, no aportaron mucho desde el punto de vista artístico, salvo excepciones como los estandartes, banderas y algún manto para las imágenes de las cofradías. A partir de los años 70, con el resurgir de la procesión y el reforzamiento de sus aspectos plásticos y artísticos, se acometieron proyectos más ambiciosos que hubieron de adaptarse a los nuevos tiempos, como decorar las extensas superficies de los mantos que llevaban las grandiosas carrozas, haciéndose obras de calidad y diseños renovadores.
En los últimos años el bordado ha recibido por las cofradías la necesaria atención, lo que ha dado lugar a obras de muy buen nivel artístico por su factura y composición que han situado esta técnica artística a la altura que merece por tradición y brillante historia.